“Religiosos” y “espirituales”, los que más enferman.


Parece  contradictorio, se supone que alguien considerado religioso o espiritual goza de salud porque goza de la vida.

En la práctica esto dista mucho de lo real, sea por la forma en que se encaran las filosofías y creencias o porque resultan estos atributos muy pesados para quienes deciden portarlos .

Puede que haya una lógica detrás del fenómeno que enferma, sobretodo a creyentes de un idealismo inalcanzable.

La enfermedad es la que hace tambalear las simientes de muchas doctrinas y filosofías, las cuales demuestran abiertamente no poder dar salud a sus miembros y seguidores.


Parece ser ésta la prueba más rotunda de no sólo lo fútil que resulta inducir, de manera muy infantil, creencias en entidades y presencias superiores, omnipresentes y omnipotentes capaces de los más ostentosos milagros que manejan el destino, porque no sólo no liberan de la enfermedad sino que también pueden resultar muy perjudiciales.

Sembrar ideas de pureza, merecimiento, bien o mal, reglando intelectual y moralmente la vida de personas que lo único que necesitan saber es que la inocencia les libera, causa que la persona se disocie de su naturaleza y sienta culpa por sus pensamientos y deseos, los cuales, no están bien según las aparentes reglas.

Es innegable que existen escritos, sea en libros considerados sagrados o incluso de personas contemporáneas religiosas y espirituales que mostraron tener un gran amor por la humanidad, que resultan liberadores para quien los lee sanamente.

De igual manera hay una gran variedad de libros e interpretaciones de éstos que causan un real malestar en quien los lee, provocan sentimientos de desolación, ira, fanatismo, la autocondenación o hacen sentir como la hipocresía corroe por dentro.

Algunos escritos exigen un nivel de perfección tal que lo único que causan es la frustración de nunca poder alcanzarla.
La mayoría de las creencias se basan en personajes arquetípicos capaces de lograr lo imposible, trasgresores de las leyes físicas, incapaces de errar y únicos, elegidos y perfectos, a los que debe “seguirse” sin pretender llegar a su nivel de perfección, algo descabellado para humanos imperfectos y/o pecadores, y hasta abominables para algunos escritos “sagrados”.

Nunca faltan las penas y castigos a la transgresión de leyes de una morbosa rectitud de las cuales algunos intérpretes hicieron y hacen uso para condenar y por ende, manipular.

Es común escuchar testimonio de creyentes que en sus enfermedades dicen ser fortalecidos por su “fe” y creencia que les ayuda a pasar el proceso de enfermedad.
Pero, ¿qué pasaría si se descubriera que el origen de esa enfermedad fue la creencia?, ¿existe esa posibilidad?.

Suele verse en personas que profesan religiones y filosofías como experimentan un imperceptible y crónico odio por aquellos que no comparten o que cuestionan su doctrina. Como fue mencionado en publicación anterior.
No sería para nada novedoso ver como se exaspera un creyente ante un agnóstico o ateo, o mismo entre creyentes pero de diferentes ideologías.

El motivo más notorio por el cual un “religioso” o “espiritual” experimenta la enfermedad con frecuencia es la culpa. Conocen que no pueden ser perfectos, que no pueden no pecar, que son incapaces de lograr la rectitud en sus vidas, porque se reconocen débiles y todo este conocimiento no lo usan en su favor siendo contemplativos y compasivos por sí y por otros, sino que por el contrario, lo vuelven en su contra, proyectando y condenando en otros los propios errores, los que no pueden evitar ni perdonar.

No es sensato ni sano hacerse de un cúmulo de suposiciones que dictan en líneas generales como debe de ser uno si con esto va a medir cuán errado se está para poder condenarse.

Hubieron dogmas religiosos que tuvieron una grandiosa idea, la del bautismo.
Resulta grandioso por su simbolismo, intención y fundamento original, y éste es, la limpieza y liberación del pecado. Por eso era común en la antigüedad que quienes eran bautizados fueran los mayores, personas con consciencia que sentían haberse equivocado, así es que voluntariamente recurrían a aquel que le liberara “simbólicamente” porque reconocían el error y se habían arrepentido de él. 

Pero, como tantas cosas, este maravilloso ritual simbólico de liberación de culpas se convirtió en muchos lugares en un mero evento cultural, o peor, en el sello que se asemeja a la marca del ganado que dice que la persona pertenece a tal o cual rebaño dogmático.


Si mínimamente se brindara el conocimiento de que la mente, por su condición materialista, vamos a decirle, necesita o se potencia en actos simbólicos que den un tono de “realidad” al deseo o pensamiento, esto es, de momento en que se reconoce el pensamiento que está causando el malestar, inventarse un propio rito simbólico que materialice la intención y libere, por ejemplo: escribir en un papel ese deseo miserable, bajo, de miedo u obsesivo y luego quemarlo. O algún otro método que se considere más apropiado para uno. Pero es poco común que este conocimiento sea dado, al menos no desde las doctrinas y dogmas más populares.

Uno es quien a través de la intención otorga el poder, sea que se trate de encender una vela o un sahumerio, decir una oración o vocalizar un mantra, dibujar un mandala o portar una piedra.

Son estos artilugios que nos inventamos para darle a nuestra mente la realidad material que espera.

La religión y/o espiritualidad no son otra cosa que el deseo profundo que tenemos como humanos de concretar nuestro convivir en armonía, de sentir la paz y experimentar el gozo que indefectiblemente dependen de la ausencia de creencias que dividen, porque simplemente son falsas verdades en las que excusamos la miseria.


Salud

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